Los ojos del diablo – I

Aquí tenéis la primera parte de una historia corta sobre el trasfondo de Akrom, uno de los PJs de la campaña de Forjador de Reyes que estamos jugando.

Akrom levantó la cabeza. El aire gélido del bosque le devolvió el silencio por respuesta, pero permaneció inmóvil. Había oído algo. No había nadie en el claro, y la tenue luz del sol se filtraba entre los troncos. Apenas acababa de alzarse sobre el firmamento, y era noviembre. Iluminaba los troncos y las ramas medio cubiertas de nieve, aunque no demasiado. No lo suficiente para que se notase su calor, ni para derretir la escarcha.

Llevaba dos semanas de expedición con una partida de dos docenas de guerreros, dirigida por su padre, Hunbald de Wright, explorando y espiando el territorio del reino vecino de Runswick. Dos años habían transcurrido desde que sus tropas habían iniciado las hostilidades abiertas contra su tierra natal, Windermere, y hacía unas pocas semanas, el buen rey Eadhelre II había encargado a algunos de sus thanes de confianza el deslizarse tras las líneas enemigas para averiguar información sobre las tropas y provisiones del adversario. Hunbald se había puesto al mando de una de las unidades de soldados y Akrom le había insistido en acompañarle. Ya había visto veinte festivales de la cosecha y quitado la vida a varios hombres. Era un hombre adulto, tanto para combatir, como para hacer la guerra, le había dicho.

Pero ésta era una guerra extraña, pensó mientras trataba de escudriñar entre los troncos el origen del sonido. Era la temporada de invierno y la nieve el frío detenían los movimientos de tropas y las marchas de ejércitos. Así que hasta que llegasen las lluvias de primavera y el deshielo, todo se reducía a incursiones de hombres: espionaje, sabotajes, intentos de asesinato o asaltos aislados. Akrom estaba ansioso de combate, pero su padre le había insistido que ante todo, eran ojos y oídos. Tenían que saber dónde se hallaban guarecidas las tropas runswickas, dónde pasaban el invierno. De dónde sacaban las provisiones, y si tenían aliados al este o al norte, donde los mensajeros de Windermere no llegaban. Así que Hunbald y sus hombres habían cruzado el territorio de sus enemigos hasta llegar a su frontera occidental, al Bosque de la Luna, donde se rumoreaba que los runswickas trataban con seres demoníacos y brujos que leían el futuro en los huesos. Akrom no sabía si creerse las leyendas, pero los winderos trataban todos esos temas con mucho cuidado. Al llegar al bosque hacía cuatro días, el grupo de guerreros había decidido montar un discreto campamento en su linde., Su padre y él, que viajaban más ligeros de equipaje, habían anunciado que avanzarían por el bosque para localizar su había algún grupo de runswickas tratando con extranjeros. De ser así, volverían a avisarles para que toda la hueste acudiese a destruirles. Nadie regresaría con armas embrujadas o pactos con el más allá para ayudar al rey de Runswick en su guerra contra los winderos.

Otra vez el ruido le sobresaltó. Ahora no cabía duda, eran pisadas. Pisadas de hombres. No muchos. Akrom suspiró. En cierto modo, había esperado encontrarse con un hombre bestia de los bosques, como los que describía el juglar en el fuego de la noche allá en Windertorn, su ciudada natal y capital del reino. Hacía dos días, con su padre, habían divisado a uno. Desde lo alto de unos riscos habían visto una figura humanoide al final de una cascada, a lo lejos. Parecía estar bañándose o bebiendo. Habían permanecido en silencio, observándole. Una figura triste y patética, de piel grisácea y facciones bestiales. Akrom había sentido la emoción recorrerle las venas. Había combatido con hombres antes, pero nunca con un ser primitivo como ése. Durante los interminables minutos que habían contemplado al escuálido ser gruñir y chapotear en el agua, había fantaseado con cortarle la cabeza y llevarla de vuelta a Windertorn, exhibirla en la puerta de su casa. Finalmente, había intentado empezar a andar para bajar hasta la cascada, pero al segundo paso, el mínimo ruido que había provocado alertó al hombre bestia y se escabulló en cuestión de segundos.

Y sin embargo, no se sintió decepcionado, al presentir el combate cerca. Mirar a los ojos a otro hombre y combatir siempre era algo que elevaba a un windero. Se acercó a zancadas a un roble, guardó su hacha en el cinto y escaló como el viento hasta quedarse bien por encima de la visión de cualquier hombre que cruzase el claro. Esperó, pacientemente. Sabía que si se veía superado en número podía aprovechar la sorpresa para eliminar a uno de sus enemigos de un sólo golpe y enfrentarse al otro. Si le superaban en tres a uno o más, se vería obligado a guardar silencio y esperar que no le encontrasen, para luego buscar a su padre y volver al campamento. Lanzó una plegaria a los dioses del filo.

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