Los ojos del diablo – II

La segunda parte (aquí la primera) de una historia corta detallando el trasfondo de Akrom, PJ de Forjador de Reyes.

Las pisadas que atravesaron el claro no fueron ni de uno ni de tres luchadores. Se trataba de un hombre y una mujer, que se apresuraban a cruzar el suelo salpicado de nieve semiderretida. Ambos tenían un aspecto lamentable, los rostros repletos de mugre y barro, cortes y sangre por todo el cuerpo. No parecían campesinos, la ropa, aunque hecha jirones y destrozada en numerosas partes, tenía pinta de haber sido de buena calidad y varias piezas parecían de seda. La mujer llevaba a un bebé adormilado entre los brazos mientras que el hombre cargaba a un niño de unos pocos años que gimoteaba, demasiado cansado como para andar. El rostro repleto de terror acompañaba a la pareja mientras, al parecer extenuados, hacían un esfuerzo para seguir avanzando.

“Mercaderes de Brevoy”, pensó Akrom. Habitantes de las tierras al nordeste tanto de Windermede como de Runswick, más allá de cualquier de todas los Reinos Fluviales. Brevoy compartía fronteras con Runswick. Un reino más antiguo que éste o que Windermere, los Brevoyanos consideraban a los habitantes de los reinos fluviales poco más que bárbaros, paganos que no seguían su fe en el único dios, Treum, el señor de las hojas cruzadas. Les miraban por encima del hombro, despreciando también su práctica de la esclavitud y considerándose de largo mucho más civilizados que ellos. Ningún reino fluvial, ni Windermere ni Runswick, así como tampoco Mivon, más al sudeste, perdían oportunidad de devolver la hostilidad de vez en cuando, y cuando sus señores de la guerra no luchaban entre sí, regalaban a Brevoy con incursiones de sus guerreros para pillajear y saquear sus tierras o hacer esclavos a sus campesinos.

Aún así, Brevoy no se quedaba de brazos cruzados. Si los fluviales enviaban partidas de guerreros, Brevoy respondí, de forma menos frecuente, pero mucho más contundente, con compañías de disciplinados y bien armados soldados que entraban en los reinos fluviales a sangre y fuego. Los brevoyanos veían a los fluviales como bárbaros que vivían con un hacha en la mano y el ansia de oro en los ojos, pero lo que muchos de sus campesinos no sospechaban es que las expediciones de castigo de sus ejércitos provocaban igual o mayor terror en la población de Windermere o Brunswick. En Brevoy criticaban el que los fluviales tomaran esclavos, pero es que sus caballeros y sus guerreros ni siquiera se paraban a considerar esa posibilidad. Todos los que se cruzaban a su paso, fueran armados o no, sufrían el mismo destino: el fuego en sus poblados y la espada en su corazón.

De hecho, quizás el único motivo por el cual Brevoy no había borrado del mapa a ninguno de los reinos fluviales con sus huestes era que a veces parecían tan divididos entre sí como lo estaban los fluviales. Akrom se consideraba un windero y jamás en la vida aceptaría ser llamado runswicka o mivoniano, por mucho que a ojos de forasteros todos fueran “fluviales”. Y según le había contado su padre, Hunbald, los brevoyanos también se dividían en aquellos que provenían del norte de su reino, su parte más grande, Issia, y los del sur, de Rostlandia. Pero aún había más: incluso Issia se dividía en algo que se parecía a los reinos fluviales, “condados” sobre los que gobernaban familias. Y de vez en cuando los conflictos entre esas familias, entre facciones de su religión o revueltas de sus habitantes azotaban a Brevoy. De hecho, los ejércitos que a veces asolaban Windermere pertenecían a esas familias, no al reino en sí.Por lo que parecía, de hacer caso a los rumores que a veces le comentaba su padre, el reino pasaba ahora por momentos de inestabilidad, al desaparecer la familia que gobernaba sobre todo el territorio e intentar hacerse con el poder otra de ellas. Su padre siempre le hablaba de otras tierras. Había servido como soldado de fortuna en ejércitos de otros reinos. Había sido hecho prisionero junto a su hermano Herefrith, el tío de Akrom, mientras combatía en una de las guerras del rey de Nobedia. Había conseguido escapar, pero nunca habló de lo que le ocurrió a Herefrith y por qué esté no había vuelto a ser libre. Tras Nobedia había vivido en Rostlandia un tiempo y quizás sería en ese tiempo en el que había aprendido tanto de sus costumbres, de su fe en Treum, de sus diferencias. Esto había sido luego la causa de algunos maliciosos rumores que años después habían corrido en Wintertorn sobre cómo Hunbald era demasiado benigno con los creyentes en Treum, con las costumbres foráneas. Esas palabras indignaban a Akrom, y más lo hacía el hecho de que su padre, a pesar de ser un guerrero temible y un windero desde la cuna, no hacía nada para desmentirlas.

Nada de eso importaba ahora. Issianos o rostlandeses, nobles o no, esa pareja y sus hijos eran su presa. Tomaría esclavos a los adultos y quizás se apiadaría de los hijos. El mayor era más arriesgado, pero al pequeño le daría la oportunidad de crecer en una familia windera, tal vez se lo daría a una de sus hermanas para que lo criara. Con un alarido Akrom salto del árbol al claro, levantando el hacha en cuanto hizo contacto con el suelo. La mujer y el hombre quedaron paralizados, pero no de terror como él esperaba. De alguna forma, los ojos de ella revelaron algo parecido al alivio. Ambos se postraron en el suelo, sin hacer ademán de enfrentarse a él, sino más bien comenzaron a parlotear en su lengua, en tono suplicante. Esto le desconcertó pero no bajó la guardia, temeroso de algún tipo de truco o trampa de los traicioneros brevoyanos.

La trampa no llegó. De hecho las súplicas del hombre y la mujer así como los llantos del niño mayor si intensificaron. La mujer le empezó a besar los pies. Tan cerca el silencio, el extraño sopor del bebé le llamó aún más la atención. Akrom le dio una suave patada a la mujer para alejarla, a esa distancia una daga oculta podía haber sido un peligro. Aún así su hombre no hizo nada, nada más que seguir suplicando y señalar detrás de ellos, fuera del claro. Le quedó claro que huían de alguien, de algunos bandidos que les habían provocado esas heridas. ¿Quizás serían mercaderes que habían sufrido un ataque de salteadores de caminos? No sería algo raro. Las rutas comerciales entre Brevoy, los Reinos Fluviales o tierras más al sur como Almarskaria eran muy concurridas, pero aún así, o más bien debido a ello, los forajidos eran un encuentro común de mercaderes y viajeros.

Pero en ese momento, aquello que había hecho huir a los viajeros entró en el claro por su extremo más alejado. Arrastrando sus cuatro patas, una mole de pelaje negro marcaba una mancha contra el blanco y verde de la nieve y la vegetación. Akrom había hecho huir y había huido de lobos en numerosas ocasiones. Normalmente cazaban y vivían en manada, y no se enfrentaban a los hombres. Éste era diferente. Paso a paso emergió de entre los árboles, solitario y mirando fíjamente en la dirección de sus presas. La mujer lanzó un grito y se puso detrás de su hombre, quien a su vez la agarró del brazo y buscó refugio tras Akrom. Extenuados seguían lanzandole sus súplicas, supuso que para que les defendiera, para que matara a la bestia.

Había visto perros rabiosos a veces. Cuando había visto doce festivales de la cosecha su padre Hunbald le había llamado al corral de su hogar en Wintertorn y le había hecho ver cómo mataba a Luthel, el perro de su hermano Weonard. Según su padre, tenía que ver la muerte antes de entrenarse con armas y combatir. La verdad es que le había agradecido el episodio cuando pocos años después tuvo que hundir su hacha en el pecho de un enemigo, ya que los borbotones de sangre se hicieron menos inesperados. Este lobo tenía algo parecido a Luthel: espuma emanando de la boca, morro destrozado y enmarañado, ojos enloquecidos. Pero había algo más que Akrom no alcanzaba a discernir. Algo que se le hacía irreal y aterrador. Apretó su hacha a dos manos con fuerza. Ningún lobo caminaría lentamente hacia él, mucho menos en solitario. Akrom era un hombre imponente. Aa sus diez palmos le sacaba una cabeza a muchos otros y además empuñaba un arma. Pero aún así el animal avanzaba, emitiendo un gruñido ronco, como el sonido de una tormenta inminente.

Durante un momento flaqueó. Si huía, el animal podría cebarse con los brevoyanos y él escapar en paz. Llegar hasta el punto donde él y su padre se habían separado y esperarle, volver al campamento del resto de guerreros winderos. No necesitaría ni contar lo que había visto, para no correr el riesgo de ser etiquetado como un cobarde. Con todo, no podía hacer eso. Su padre sabría que ocultaba algo, que no contaba la verdad. Y sería justamente él el que de alguna forma vería en sus ojos que había dejado a unos brevoyanos inocentes a merced de una bestia. Pero el principal motivo era que a Akrom no le gustaba retirarse de un combate si no era superado en número. Fuera contra hombre o bestia, la sangre le corría por las venas y le pedía verter la de su enemigo o morir en el intento.

Con un rugido, enarboló el hacha y dio dos zancadas contra el lobo para tomar inercia. Descargó el hacha contra el animal que rugía y se preparaba para lanzarse contra él, interceptándolo en el salto. La bestia cayó pesadamente, gruñendo y aullando a intervalos, revolviéndose como una comadreja, una mezcla de negro de su pelaje y sangre que brotaba. Lanzó dentelladas que salpicaban espuma blanca sobre su pecho, pero Akrom esquivó sin ni siquiera parar a pensar, por puro instinto. Su hacha se levantó y cayó dos veces más, los dientes le crujían del esfuerzo, de la tensión, del temor, su cuerpo salpicado por la sangre que manaba de las heridas.

El animal yacía en el suelo. Otra criatura habría gimoteado en sus estertores de muerte, pero no éste. Los ojos seguían lanzando un destello de locura y arrojaba dentelladas al aire, como intentando herirle todavía. El cuello roto hacía que no llegasen a acercarse a Akrom y las convertía en inofensivas, casi patéticas. La imagen era de un animal concentrado en intentar devorar a Akrom aún a las puertas de la muerte. El windero lanzó por última vez su hacha, seccionando la cabeza, recibiendo otra lluvia de sangre.

No sabía qué era lo que había empujado a esta bestia a comportarse así. Una rabia quizás, algún tipo de enfermedad del bosque. ¿Alguna maldición del Bosque de la Luna? Se giró hacia los brevoyanos que le contemplaban como si les hubiera liberado de una servidumbre de décadas, extasiados, arrodillándose ante él. Y fue entonces cuando sus ojos se abrieron de par en par, reflejos de terror que miraban tras él. Puso en tensión los músculos para levantar el hacha para un nuevo golpe, temiendo que alguna otra bestia hubiera acompañado a la que acababa de dar muerte o que quizás ésta se hubiera levantado como en las historias que se contaban alrededor del fuego en Wintertorn.

Pero al otro extremo del claro, por el mismo sitio por el que había entrado el lobo no había un animal. No sabía bien qué era, de hecho. Una figura humanoide se erguía, envuelta en lo que parecía una especie de túnica negra de basto tejido, o el hábito de un monje miserable. Calculaba que de una estatura un poco menor a él y andaba con pasitos cortos. De debajo de una capucha que le tapaba la cara emergía lo que parecía una especie de pico, como el que había visto a veces que usaban de máscara los chamanes en Windermere para respirar hierbas e inciensos, cuando invocaban a los dioses del filo.

Pero lo que le hizo perder la noción de dónde estaba fue el hecho de que este pico se abrió y se movió. Un graznido desagradable, como el de un pájaro moribundo, salió del pico, mientras las manos del humanoide se levantaban hacia él, como señalándole. La criatura no estaba gruñendo como el lobo antes que él. Estaba hablando. Los brevoyanos también habían pronunciado palabra en una lengua extraña para Akrom, pero era un idioma humanos. Este ser estaba intentando comunicarse con él en algún código desconocido que hacía que su vello se erizase, que el hielo penetrase en su corazón. Akrom estaba completamente paralizado por el terror, una sensación que no había conocido en su vida. De alguna forma preconsciente, por alguna vía más allá de la memoria de los años que había vivido, esa lengua le resultaba familiar. Con un gesto lento y suave, el ser se comenzó a levantar la capucha, al fondo de la cual Akrom intuía dos puntos rojos, dos ojos de diablo mirándole.

Un grito salvaje rompió el parloteo del humanoide, cruzó el aire helado acompañando a la segunda hacha que apareció esa mañana sobre el claro. Hunbald atravesó los hierbajos cubiertos de escarcha como una exhalación y de un golpe taló el tronco del encapuchado, su coleta ondeando en el aire, acompañando los siguientes impactos de su arma. En cuestión de segundos el ser se derrumbó bajo el ataque de su padre y quedó en silencio, convertido en una serie de trozos sanguinolentos repartidos por un charco de nieve semiderretida. El silenció permitió que Akrom volviera a notar que controlaba sus músculos. Hunbald no esperó ni un solo momento en darse la vuelta y correr hacia ellos, coger a los brevoyanos de los brazos y darle instrucciones:

-Hijo ¡corre! -dijo- salgamos de aquí. Volvemos al campamento. No -dijo al ver el ademán de Akrom- ahora no hablamos, no hay tiempo. Después.

Akrom hizo caso a su padre. Un windermero siempre lo hacía. Pero el camino apresurado de vuelta al campamento fue raro y silencioso entre ambos. Su padre sólo intercambiaba palabras con los brevoyanos en su lengua, que Akrom no comprendía. Y antes de llegar al campamento, les dejó marchar, dándoles provisiones y una capa, indicándoles el camino al norte hacia Brevoy. Ellos le hicieron el signo de Treum, las dos aspas sobre la frente, y dieron varios abrazos con lágrimas en los ojos, mientras él se esforzaba en apresurarles. Cuando comenzaron a caminar hacia el norte, él se se giró y al ver la mirada atónita de Akrom por lo que acababa de presenciar, simplemente le dijo:

-Hay enemigos que no conoces, hijo. Enemigos que no quieres conocer. Y hay aliados poderosos que son necesarios para combatirlos. Que de hecho son los únicos que pueden hacerlo.

Nunca entendió qué había visto en el claro del Bosque de la Luna. Jamás comprendió por qué ese lobo se había enfrentado a él como una bestia fuera de sí, ni qué era el ser que le había hablado o por qué pensaba que esa lengua le sonaba, de alguna forma antinatural. Tampoco por qué su padre Hunbald había liberado a quienes eran, no ya sus presas, sino directamente hombres que siempre iban a estar en deuda con ellos y sobre los que tenían todo el derecho de convertirse en amos por el resto de sus vidas. Y todo lo remataba la inquietud, la vergüenza de pensar que su padre había permitido que a él, a un guerrero de los dioses del filo, de los espíritus del hacha, le hicieran la señal de Treum, el señor de las hojas cruzadas. ¿Por qué? ¿Eran verdad los rumores que corrían en Wintertorn y que le avergonzaban a él y a sus hermanos, lo que volvía loco a Weonard si se mencionaba? ¿Era verdad que el buen Eadhelre II, el rey, ya no se fiaba de él del todo y por eso le había enviado en esa expedición?

Años después, Akrom vería partir a su padre en una última expedición para desaparecer como lo había hecho su tío Herefrith. Fue entonces cuando pensó que sus hermanos podían encargarse de su madre y hermanas y que él debía buscar su futuro más allá de Windermere, en Brevoy, en Rostlandia. Hizo un hatillo y partió sin mirar atrás. Pero siempre, antes de dormir, seguía planteándose las mismas preguntas, y si alguna vez tendría respuesta para ellas.

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